Crímenes de odio en el Perú: Una mirada personal
Por José Mauricio Baez
Hablar de la "Noche de las Gardenias" es hablar de los crímenes de odio en el Perú. A partir de este hecho, la sociedad civil instituyó el 31 de mayo como el Día Nacional contra los Crímenes de Odio, en memoria de las víctimas de aquella masacre.
En 1989, durante el conflicto armado interno, el grupo subversivo Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) asesinó a 8 hombres gays y mujeres trans que se encontraban bailando en una discoteca en Tarapoto, bajo un discurso de "limpieza social". Ese discurso, en realidad, se traduce en una lógica perversa: que las personas no cisgénero y no heterosexuales no merecen existir.
Sin embargo, contrario a lo que podría esperarse, el panorama no ha mejorado con el paso de los años. Hoy seguimos enfrentando casos atroces que no ocupan titulares por más de un día. Para mí recordar y compartir esta historia es para mí un acto de justicia, memoria y lucha. En 2013, Joel Molero, un joven de 19 años, fue brutalmente decapitado al salir de una discoteca en Chachapoyas. Sus agresores mutilaron sus genitales y luego quemaron su cuerpo sobre un colchón. En 2016, Zuleimy Aylen Sánchez, una adolescente trans de 14 años de Trujillo, fue brutalmente asesinada. En 2023, dos mujeres trans también fueron víctimas de crímenes de odio: Erika Quintana Ávalos, de Moche, fue quemada viva, y Ale Castillo Limache fue asesinada en Camaná.
Estos crímenes no son hechos aislados y como estos existen muchos, que son escondidos, silenciados o ignorados. "Los crímenes de odio constituyen una forma específica de violencia motivada por la intolerancia hacia ciertos grupos sociales históricamente discriminados". No se trata solo de homicidios, sino de una gama de delitos motivados por prejuicios hacia la orientación sexual, identidad de género o expresión de género, raza, religión u otras características.
Un caso emblemático es el de Azul Rojas Marín vs. Perú, donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyó que el Estado peruano fue responsable de detención arbitraria, tortura y violencia sexual contra Azul, motivadas por su orientación sexual real o percibida. Este caso no solo revela el abuso de poder, sino también la indiferencia y prejuicio de operadores de justicia sin formación en enfoque de género ni voluntad de proteger a quienes más lo necesitan.
Por experiencias como esta, muchas personas transmasculinas, como mis compañeros y yo, desistimos de denunciar las agresiones que sufrimos. Sabemos que quienes deben escucharnos no están preparados, o simplemente no quieren hacerlo. Esto nos aleja de cualquier posibilidad de justicia y limita nuestros proyectos de vida porque desencadena aislamiento, con la finalidad de protegernos. Vivimos con miedo, incluso a existir en el espacio público.
En el Perú, ser LGBTIQA+ implica estar en constante riesgo. No solo frente a agresiones físicas o psicológicas, sino también frente a la exclusión institucional, la impunidad y la indiferencia del Estado.
Quienes ocupan cargos de poder y promueven discursos de odio deberían asumir una responsabilidad legal, porque sus decisiones desencadenan actos lesivos. Sus palabras no son inocentes: alimentan el prejuicio, legitiman la violencia y abren el camino al crimen.
Es preocupante despertar cada día en un país donde congresistas impulsan leyes que restringen derechos básicos bajo argumentos moralistas y sin sustento real. Una ley que obliga a las personas trans a usar baños según su sexo asignado al nacer es un acto de violencia institucional. Y mientras el Congreso mantiene niveles de desaprobación por debajo del 4 %, gran parte de la sociedad sigue validando estereotipos que nos niegan humanidad. Se nos tacha de "antinaturales", "enemigos de Dios", "errores que no deberían existir".
No es casual que los movimientos anti-LGBTIQA+ hayan crecido. Son el resultado de una cultura sin empatía, desde una pirámide de discriminación comprobada, una educación que perpetúa el odio y de líderes que, en lugar de protegernos, legislan en nuestra contra. Exgays con poder luchando consigo mismos y, como consecuencia, haciendo nuestras vidas llenas de sufrimiento.
Ser transmasculino, en particular, es un acto cotidiano de resistencia, resiliencia y sobrevivencia. No debería ser así. Vivir no debería ser un riesgo constante de morir. La esperanza está en encontrar humanidad dentro de la humanidad. Según nuestra última investigación "Mi Salud Transmasculina Importa" (2025), ocho de cada diez transmasculinos ha tenido pensamientos suicidas. No porque ser trans sea una tragedia, sino porque nos enfrentamos a un sistema que nos niega derechos, nos excluye, nos estigmatiza y nos expone a violencias diarias. Es una forma lenta de exterminio impulsada por el abandono del Estado y el rechazo de la sociedad.
En Perú, y en varios países de Abya Yala, vivimos una arremetida constante contra las personas LGBTIQA+ que agrava nuestra situación de vulnerabilidad. Estamos en estado crítico, de manera colectiva e individual. Muertes como las de Sara en Colombia se replican en diversos países, muchas veces se vuelven historias contadas desde otras voces y se olvidan; otras se logran denunciar. Es necesario buscar, encontrar y recopilar cada uno de los crímenes de odio, sin que necesariamente hayan sido denunciados, para transparentar nuestras vivencias y lograr legislaciones reales que nos permitan cuidarnos, luchar por vidas y muertes dignas. En circunstancias como las que habitamos, solo podemos confiar entre nosotros, porque los otros no nos ven, no nos escuchan y no están con nosotros.


Sobre el autor:
José Mauricio Báez del Carpio
Es un joven transmasculino de la ciudad del Cusco, Perú. Estudiante de Derecho y activista por los derechos humanos, actualmente se desempeña como Coordinador Regional de Fraternidad Trans Masculina Cusco. Es también promotor de salud y defensor de la Educación Sexual Integral (ESI), comprometido con la construcción de una sociedad más justa e inclusiva para las personas trans y LGBTIQ+.